Arte frente a la inanidad de la vida

Ciegos, como Lear, nos movemos por la vida rodeados de ruido y de furia cuyo sentido último no entendemos. De la inanidad de la vida cabría mucho que decir, sería harto sencillo extenderse al respecto.

El Arte, y sólo él, confiere orden, finalidad, plenitud y sentido a la fenomenología de la vida, a la experiencia de nuestros días sobre la Tierra.

Citemos algunos casos que ilustren esta tesis.

De Zurbarán, hay en El Prado un cuadro suyo insoslayable: es un bodegón con número de catálogo 2803 que representa cuatro recipientes (tres de barro y una copa de plata, alpaca o similar) sobre una mesa contra un fondo oscuro. Nada más. De 46cm de alto por 84 de ancho, el cuadro atrae perentoriamente la vista del visitante por su nudo planteamiento, radical, simple, limpio. Diríase que el único recurso empleado ha sido la luz que da relieve a los recipientes, que matiza texturas. La aposición de las vasijas, el fondo neutro de la pared, la superficie neutra también sobre las que están expuestas, la mirada clínica con que logra el pintor rendir el peso específico de cada una de ellas, la rugosidad del barro, el brillo mal pulido de la copa metálica, el volumen que un reflejo oportuno confiere a la panza de la frasca de loza… Todos los recursos del pintor se aúnan para rendir la realidad de cuatro potes frente a nosotros.

Sin más. No hay relato, no hay añagaza ni metáfora. Repito: son cuatro recipientes uno al lado del otro. Parece decirnos el pintor: “Ahí los tenéis, ahí os los dejo; vosotros sabréis qué querréis hacer con ellos”. La responsabilidad es nuestra, que estamos pasmados mirando el cuadro.

De Zurbarán, en la misma sala puede verse un delicioso bodegón (catálogo 7293) que lleva por título “Agnus Dei”. Representa un cordero deliciosamente retratado. Pero ya el título nos apunta la historia. A diferencia de las vasijas, el cordero se nos da grávido de toda la historia de la Pasión, con la herencia judía… Sólo es un corderito muerto, pero va aureolado de mucha Literatura, de Fe. Me quedo con el primer bodegón, que nos llega sin título ni afeites, ni aureolas ni ecos (ni egos); porque dice poco, logra decir mucho.

Otro: Nick se apea de un tren que le deja en la estación de un pueblo calcinado. El paisaje ha sido devastado por un incendio. Nick camina por el bosque quemado hasta dejarlo atrás; va hacia el río. Al llegar al río, Nick monta una tienda de campaña y se fríe un poco de cena y la come antes de dormir. A la mañana siguiente Nick caza los saltamontes que serán su cebo vivo y prepara su caña y sus anzuelos. Se dispone a pescar truchas. Las pesca. Las destripa. Fin.

Con grandes trazos he resumido el que tal vez sea el mejor de los cuentos de Hemingway: Big two-hearted river. Uno puede leerlo y releerlo en busca de magia, de resplandor literario. Y será en vano. Pues su brillo, su lustre, está en la falta de lustre, en el mero relato tal cual, sin otra pretensión que dar cuenta de los movimientos de Nick alrededor del campamento buscando cebo, los pasos de Nick en el río buscando las pozas donde estarán las truchas gordas, los pasos del joven por los caminos calcinados tratando de llegar hasta el sitio junto al río, los manejos del pescador destripando las truchas (cito: “Nick cleaned them, slitting them from the vent to the tip of the jaw. All the insides and the gills and tongue came out in one piece. They were both males; long gray-white strips of milt, smooth and clean. All the insides clean and compact, coming out together. Nick tossed the offal ashore for the minks to find.”).

Y nosotros, carroñeros como los visones (minks), devoramos los adentros de las cosas que acaecen, y que Nick (alter-ego de Hemingway cuando mozo salía a pescar por Illinois) nos ha tirado de comer. Big two-hearted river es un cuento donde al lector se le echan las entrañas, las vísceras, los adentros (all the insides clean and compact) de la realidad, para que con ellas haga lo que pueda.

Cuando a Hemingway le otorgaron el premio Nobel en 1954, Italo Calvino publicó una reseña (que hoy se puede leer en su libro ¿Por qué leer los clásicos? de Tusquets editores) de la cual extraigo esta cita: “El héroe de Hemingway quiere identificarse con las acciones que realiza, estar él mismo en la suma de sus gestos, en la adhesión a una técnica manual o de algún modo práctica, trata de no tener otro problema, otro compromiso que el de saber hacer algo bien: pescar bien, cazar bien, hacer saltar un puente, mirar una corrida como debe mirarse, y también hacer bien el amor. Pero alrededor siempre hay algo de lo cual quiere escapar, un sentimiento de la vanidad de todo, de desesperación, de derrota, de muerte. Se concentra en la precisa observancia de su código, de esas reglas deportivas que, dondequiera que sea, él siente la necesidad de imponerse con el compromiso de reglas morales, ya tenga que luchar con un escualo, o se encuentre en una posición sitiada por los falangistas. Se agarra a eso porque fuera de eso está el vacío, la muerte.” Y para zafarse de la inanidad de la vida, Hemingway la rinde en su arte desmenuzándola en sus actos (como Proust, de otra forma, la desmenuza en la consciencia y la reflexión o Clarín vertebrando una historia en la disección social).

En Notes del capvesprol de Pla (Tomo 35 de la O.C., página 50) hallo esta cita que nos servirá para enderezar la conclusión: “Les persones que escriuen per la imaginació, sense saber res de res, fan papers i llibres retòrics (…). Jo sóc partidari de la literatura d’observació de la vida humana, del que tenim al davant. En definitiva, l’única Literatura que ha durat és aquesta. Tota la resta se l’ha emportada el vent. (…) La realitat enorme, complicadíssima, que hom té davant: aquest és el problema.”

¿Y cómo resuelve el Arte el “problema” de la realidad enorme, complicadísima e inane? Según los ejemplos que hemos aportado aquí, podría concluirse que trasladando la responsabilidad al receptor. El artista, cual demiurgo, limítese a exponer lo que tiene delante de las narices (con su Arte, ya sea éste literario, pictórico, fotográfico, escénico,…); y allá se las componga el que, desde el otro lado del lienzo, del papel, se hace cargo de lo que el artista ha depositado en sus manos.

Al ofrecer una visión del mundo (no mejor, no peor, no más bizca, miope o más aguda, pero sí única) el artista confiere unidad y sentido a la vida, que en sí no tiene (ya lo hemos dicho: su inanidad, el ruido y la furia…), pero que de la observación atenta lo obtiene.

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